Cummers es para aquellos que piensan que la vida es para vivirse y no ver cómo te pasa sin que te des cuenta. Para ese sector de la población mundial que busca las risas, el cachondeo constante. Es para los sin vergüenzas, los canallitas, los que no rememoran anécdotas sino que crean otras nuevas, los de los planes alternativos y misiones secundarias. Porque no es el dónde ni el qué, sino el cómo y con quién. Da igual cual sea el plan que el cummer lo convierte de ordinario a extraordinario.

Levántate temprano y corre en busca de aventuras. Que el mediodía te pille a la orilla de otros lagos y cuando por fin te alcance la noche encuentres por todos lados tu hogar.

 

Henry David Thoreau, 1849

Nadie podría decir que no fue un buen hombre. Tampoco podrían decir que fue malo. Simplemente
fue. Transitó su existencia como quien camina por un pasillo interminable, sin ventanas ni puertas
laterales, siguiendo el camino marcado. Cada día era una copia del anterior. Su empleo era monótono y predecible. 
Cumplía su jornada, pagaba sus facturas, volvía a su casa y sus escasos ratos libres los quemaba contemplando como otros vivían la vida que el deseaba.
Nadie podría decir que no fue un buen hombre. Tampoco podrían decir que fue malo. Simplemente
fue. Transitó su existencia como quien camina por un pasillo interminable, sin ventanas ni puertas
laterales, siguiendo el camino marcado. Cada día era una copia del anterior. Su empleo era monótono y predecible. 
Cumplía su jornada, pagaba sus facturas, volvía a su casa y sus escasos ratos libres los quemaba contemplando como otros vivían la vida que el deseaba.
Nunca causó problemas, nunca levantó la voz, nunca hizo algo que pudiera alterar el orden de las cosas. Cumplía las normas, tal y como se le mandaba, sin salirse nunca del molde ni del camino establecido. 
Si alguna vez sintió ganas de decir algo distinto, de gritar o de hacer algo impredecible, la reprimía de inmediato.

Poco a poco, esa sumisión constante y el desgaste de los días iguales lo consumieron. Una apatía permanente se apoderó de él.
Llegó un empleado nuevo al trabajo y se instaló en la mesa de al lado. Su sola presencia sacudió la monotonía del lugar. Tenía una manera extrañamente despreocupada de enfrentarse al trabajo, como
si las reglas y las jerarquías no significaran nada para él. 
Observó, fascinado, cómo ignoraba las pequeñas normas que todos acataban con docilidad. Hacía lo que quería porque no tenía miedo a perder el trabajo. Esa ausencia de miedo le resultaba hipnótica.
Un día, sin previo aviso, el nuevo empleado se volvió hacia él.
“Acompáñame”, dijo con una sonrisa traviesa. Dudó por un instante, pero algo en esa actitud desafiante lo impulsó a seguirle. Caminaron juntos hasta el despacho del jefe. Al llegar, comprobaron que el jefe no estaba.

El nuevo, con total desparpajo, se sentó en la silla del CEO y comenzó a girar sobre ella como un niño que encuentra un juguete nuevo. “Espera, espera ¿Qué haces?” preguntó, alarmado. El otro se encogió de hombros y entre risas respondió: “Ni puta idea”. 
Antes de que pudiera reaccionar, el nuevo abrió el correo del jefe, escribió un mensaje para todos los empleados y lo envió. Anunciaba que podían irse a casa y que mañana habría día libre. Cuando terminó, se levantó con naturalidad y se giró hacia él con una sonrisa. “¿No te has enterado? Hay día libre ¿Vienes?”
Se quedó paralizado. Una lucha interna se desató en su mente: quedarse en la seguridad de lo conocido o lanzarse al vacío con alguien que vivía sin cadenas. Cuando finalmente se decidió a seguirle, el nuevo ya se había ido.

 

Esa noche, al volver a casa después de su jornada, no dejaba de pensar en lo que habría ocurrido si se hubiera atrevido. Las preguntas rondaban su cabeza, mezclándose con una sensación de pérdida
que no lograba comprender. 
Tan distraído estaba en sus pensamientos que se pasó la salida hacia su casa. Intentó rectificar el error, pero en el proceso perdió el control del coche. En un abrir y cerrar de ojos, todo terminó. Murió en el acto.

 

Cuando llegó el final, no hubo grandes despedidas ni ceremonias emotivas. Unos cuantos conocidos dijeron palabras amables, pero vagas, porque qué se podía decir de alguien que nunca hizo olas,
que nunca dejó huella? 
Su lápida, discreta y sencilla, resume toda su existencia con brutal sinceridad: «Siempre hizo lo que se le dijo.»
Cuando abrió los ojos, se encontró en un lugar que no reconocía. Una extraña calma impregnaba el ambiente, aunque su mente estaba llena de preguntas.

Entonces la Muerte se acercó y le consoló. “No es justo”, repetía. 

La Muerte le respondió: “Así es la vida. No hay nada que puedas hacer.
Sin embargo, yo te ofrezco un trato. Puedes quedarte aquí para toda la eternidad. Jamás pasarás hambre ni miserias. Llevarás una vida mediocre exactamente como viviste en el mundo que dejaste: sin sobresaltos, sin riesgos, sin nada remarcable. O puedo devolverte a la vida. Y volverás a verme. Pero no sabrás cuando, llegaré sin previo aviso y, cuando lo haga, no habrá más opciones. Elige.”

 

Y entonces, algo cambió. De sus cenizas brotó un calor que comenzó a crecer. 
Brotó una llama. Una llama que jamás se apagaría
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